Historia. La inmediata posguerra, 1919-1924
Como resultado más o menos directo de la Gran Guerra (destrucciones físicas de campos, fábricas, ciudades e infraestructuras de transporte y comunicaciones, financiación del esfuerzo bélico, reorientación del aparato productivo en función de las necesidades militares, etc.), la economía europea se encontraba en un estado de postración cuando, en 1918, finalmente concluyeron las hostilidades.
La cooperación económica pública y privada norteamericana con Europa, aunque mucho menor que la que seguiría a la segunda guerra mundial, no fue despreciable, unos 1.750 millones de dólares, y consistió principalmente en alimentos y ropa para aliviar situaciones de extrema emergencia. Quedó, sin embargo, bastante por debajo de las auténticas necesidades inmediatas de la población más perjudicada por la guerra. Los recursos imprescindibles para la reconstrucción a largo plazo de la maltrecha economía europea eran mucho mayores todavía.
Probablemente, la confianza de los dirigentes económicos occidentales en el modelo liberal, con escasa intervención del Estado, de la preguerra, que tan bien había funcionado, y el aislacionismo norteamericano posbélico están detrás de la falta de un plan coordinado por los gobiernos y con protagonismo de los EEUU para el relanzamiento económico de Europa. La ausencia de consideraciones económicas, al margen de las reparaciones alemanas, en el Tratado de Versalles fue pronto criticada por Keynes. No sin buenas razones, las observaciones de este destacado economista inglés han sido mayoritariamente consideradas premonitorias. No faltan, sin embargo, quienes piensan que sus predicciones pecaron de excesivo pesimismo.
A falta de un plan internacional coordinado, la recuperación de la capacidad productiva de las economías europeas se hizo esperar bastante más de lo que hubiera sido deseable. La combinación de graves problemas económicos, a los que, en algunos casos (por ejemplo, en Alemania, Austria, Hungría, Polonia y la URSS) vinieron a sumarse los de índole política (movimientos revolucionarios, guerras civiles, invasiones y s, ocupación del Ruhr, etc.). La manifestación más llamativa de estas dificultades posbélicas fue la hiperinflación. La alemana de 1923 se ha convertido en un ejemplo de libro sobre el crecimiento exponencial de los precios. Pero no fue la única en la Europa centro-oriental. Por su parte, en el Reino Unido, el desempleo alcanzó en 1921 el nivel más alto (11,3%) registrado hasta entonces. ![](https://lh3.googleusercontent.com/blogger_img_proxy/AEn0k_s2SqPcjQ50l-dhVY7VoVzQmG6rWUgTt-vQcsg8FOmcsASrMEvZ4hFchERnRGdzAKRD5QEeAw_wY_ODp2C80Qiz-E6pFFF8Y0vftxE_As6s_Y0RXjQ=s0-d)
Entre los principales países beligerantes, sólo Estados Unidos salió económicamente bien parado de la Gran Guerra. Así, en 1913, la economía norteamericana era algo menor que la suma de las de Alemania, Francia y Gran Bretaña. Por el contrario, en 1920, las había superado. Frente a la debilitada economía de los grandes países europeos, la de Estados Unidos norteamericana entró en la década de los veinte con gran dinamismo. Nueva York desplazó a Londres como capital financiera del mundo. Durante la guerra, la reorientación de la economía de los contendientes hacia fines bélicos trajo consigo un permanente exceso de importaciones sobre exportaciones (déficit comercial). De acuerdo con la reglas del patrón oro, la salida de grandes cantidades de ese metal hacia los países neutrales y los Estados Unidos. En 1913, este último país acumulaba el 26% de las reservas mundiales de oro monetario, mientras que, en 1918, ese porcentaje se elevaba al 39%. Además de reducir sus reservas de oro, los países tuvieron que acudir al endeudamiento para poder seguir importando. A la finalización de la contienda, las deudas comerciales interaliadas ascendían a 23.000 millones de dólares.
El endeudamiento entre aliados acabaría estando indisolublemente unido al de las reparaciones de guerra y complicando las negociaciones del Tratado de Versalles. El principal acreedor neto era Estados Unidos (unos 12.000 millones de dólares), cuyas autoridades insistieron en la liquidación de la deuda. El Reino Unido estaba endeudado con Estados Unidos (unos 4.700 millones), pero, si conseguía cobrar a sus países deudores (Bélgica, Francia, Grecia, Italia, Rusia, Serbia, etc.), podría no sólo saldar sus compromisos con los Estados sino también obtener una posición excedentaria (unos 6.400 millones). Pero tanto Francia, con una deuda neta de 3.500 millones, como los restantes aliados deudores no podrían hacer frente a los pagos debidos si no recibían las reparaciones de guerra alemanas. De ahí una de las razones de la intransigencia francesa en el asunto de las reparaciones.
A los muchos y graves problemas existentes en Europa, se añadió otro: la fragmentación del espacio económico como consecuencia de la aparición de nuevos países. La reordenación del mapa político no siempre fue bienvenida por todas las partes implicadas ni impulsada por cosmopolitas. Más bien al contrario. Por ello generó un intenso nacionalismo económico. De ahí que tuviera consecuencias negativas sobre la integración económica europea en forma de medidas tendentes a “perjudicar al vecino” o simplemente a crear nuevos impedimentos a la libre circulación de bienes, servicios, personas y capitales. Sirvan de ejemplo la desarticulación de las redes de transporte y comunicaciones, la separación entre productores y consumidores o la proliferación de monedas, aduanas y de disposiciones legales diferentes en materia económica en espacios antes bien integrados y que dejaron de estarlo como consecuencia del nuevo mapa político en la Europa central y oriental.
Estas nuevas tendencias antiglobalizadoras y desfavorables para el crecimiento económico europeo vinieron a superponerse a las que ya se habían adoptado desde el comienzo de la contienda y no habían sido aún desmanteladas: regulaciones de los mercados, control de las transacciones comerciales exteriores, restricciones a los movimientos de capital, abandono del patrón oro, etc.
En un panorama como el descrito hasta aquí, nada tiene, pues, de sorprendente que, todavía en 1924, muchas economías no hubieran recuperado el producto per capita de preguerra.
La Primera Guerra Mundial impidió a varios de los principales países exportadores de productos industrializados mantener su tradicional presencia en los mercados mundiales, pues sus sectores agrarios e industriales se supeditaron a las necesidades bélicas de bienes finales (uniformes, armamento, municiones, medios de transporte terrestre, marítimo y aéreo, etc.) e intermedios (minería, siderurgia, transformados metálicos, productos químicos, etc.). La interrupción del flujo de exportaciones industriales desde Europa permitió a Estados Unidos y a algunos países “periféricos” –europeos (Suecia, España, etc.) o no (Japón, Argentina, Chile, etc.)- encontrar una oportunidad para, según los casos, expandir o incluso crear sus propios sectores industriales. Con la paz, estos países se enfrentaron a la caída de la demanda de sus productos industriales y a la consiguiente contracción del nivel de actividad en el sector secundario. Para frenar los efectos negativos, muchos recurrieron al proteccionismo, reforzando así las tendencias antiglobalizadoras en este período.
Algo semejante, sobre todo en cuanto al resultado, ocurrió también con la producción agrícola y minera. El aumento de las importaciones por parte de los países beligerantes europeos de algunos alimentos y materias primas estratégicas estimuló su producción de otras partes del mundo. Finalizada la guerra, la demanda de algunos de esos productos también cayó, al tiempo que los productores europeos recuperaban los niveles de actividad de preguerra. Así, se produjo un exceso de oferta que motivó una caída tendencial de los precios mundiales de la larga duración. En respuesta, algunos gobiernos, europeos o no, protegieron sus mercados frente a la competencia exterior con impuestos a la importación o a sus productores mediante la acumulación de la producción no vendida.
Las conferencias de Bruselas (1920) y de Génova (1922) enfatizaron la importancia de un rápido retorno al patrón oro para la estabilización de precios y tipos de cambio necesaria para relanzar el crecimiento. En la mente de las elites políticas y económicas, la vuelta al patrón oro se consideraba algo así como una condición necesaria para la recreación de la añorada belle époque prebélica. Sin embargo, algunos cambios políticos y económicos debidos a las tensiones y exigencias en el seno de unas sociedades sometidas al gigantesco trauma representado por la Gran Guerra se encargarían de impedir el retorno a la “normalidad” anterior a 1914. Entre ellos, cabe destacar los siguientes: 1) la generalización del sufragio universal y la plena integración de los partidos de izquierda en el sistema político; 2) la revolución soviética y el consiguiente miedo a la extensión del bolchevismo; 3) retroceso del laissez faire en favor de la planificación y el control estatales de las actividades productivas para reorientar las economías nacionales hacia fines bélicos; 4) el creciente papel económico y político de la mujer. Todos ellos fueron cambios de gran calado a largo plazo que impidieron que, pasado el “chaparrón”, las “aguas volvieran a su cauce”.
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